La esquina de Amador

El siguiente cuento fue ganador de una mención especial en el concurso literario "Movida Joven 2022" Organizado por la Intendencia de Montevideo, espero sea de su agrado 


Son las siete de la mañana y el imponente sol reposa sobre los latones desabridos que conforman el humilde hogar de Amador, corrían los años treinta y la crisis heredada por la guerra de independencia; y luego las guerras civiles, obligaban a la familia de este niño a vivir con una austeridad desmedida. Lo recuerdo con claridad porque era unos años mayor que él cuando lo conocí en la plaza principal de Chiguará, pueblo contiguo a la ciudad de Mérida con una iglesia imponente y una geografía espantosamente hostil para los peatones, las pendientes eran tan inclinadas que era imposible jugar a nada y muchas veces se vió abuelitas rodar y rebotar cuesta abajo estrepitosamente sobre las calles empedradas que conseguían llanura justo en la entrada del pueblo.

 Conocí a Amador con unos catorce años, cuando mucho, me quedó su imagen marcada por su pronunciada barbilla, sus alargadas orejas y sus manos callosas que eran características de los jóvenes de nuestra generación, estaba en la plaza ofreciendo remiendos para prendas de ropa, ya tenía cierta popularidad en Chiguará por ser puntual, responsable, detallista y baratero. Siempre comentaba que hacía arreglos para ayudar su familia que estaba en una situación económica paupérrima y que además tenía la ilusión de ir a la ciudad de Mérida a estudiar ingeniería en la Universidad de los Andes; para de esta manera intentar cambiar su realidad y la de sus familiares, desde jóven fue muy trabajador y tenía esa ambición que tienen los que nacen con nada, esa hambre desmedida que te queda de la injusticia, ansias por superarse, eso leí en sus ojos el primer día que nos cruzamos. 

Son ahora las siete y treinta de la mañana, la madre empieza a juntar leña del solar para preparar desayuno y Amador está de pie dándole una mano mientras que en paralelo termina de aprontar unos pantalones que tenía que entregar para esa tarde, nada fuera de lo normal hasta ahora. El joven trabajador desayuna solo porque su mamá le dice que no tiene hambre, mentira que ha sabido adivinar con el correr de los años con su precisión de sastre, pero está muy consciente que generar una discusión es una causa perdida y que solo con trabajo honrado lograría cambiar esa realidad tan oscura a la cual ha sido sometido desde su nacimiento, sin embargo la vida es sorpresiva y a veces, cuando uno menos se lo espera, le puede dar un atisbo de esperanza. 

El calor impetuoso del mediodía chiguarero ya calentó las hojalatas que fungen como las paredes del rancho de Amador, él con sus pantalones listos se acerca a la casa del dueño para hacer la entrega como habían acordado, el pantalón pertenecía a la familia Sandia, dueños de múltiples tierras y vacas lecheras, probablemente la familia más reconocida del pueblo, solo su presencia emanaba respeto y rigor, incluso era considerado una ofensa caminar sobre la misma acera que los Sandia, vaya a saber usted por qué, pero lo cierto es que Amador fue recibido con una gracia poco habitual para un personaje de su características; la madrona del hogar, esposa del cliente, quedó anonada por la calidad y la delicadeza que tenía este muchachito de catorce años para manejar la aguja y el hilo. Así entonces Amador dejaría de ofrecer sus servicios en la plaza de Chiguará y pasaría a ser el sastre personal de la familia Sandia, labor que además de alivianar un poco el ajetreo de exponerse al sol diariamente, le daría la oportunidad de llevar algo más de alimento a su hogar para que su madre no le mintiera más, y con suerte, poder ir hasta la ciudad de los caballeros, Mérida, para emprender el sueño de convertirse en ingeniero y así poder sacar definitivamente a su familia de esas hojalatas mal puestas que por pura cursilería le llamaban casa. 

Pasaron los años y no supe más de Amador hasta que un día lo crucé en la facultad de ingeniería, parecía mentira que ese muchacho que había visto ofrecer remiendos de sastre estaba ahora en la ciudad y luchando por sus sueños; me senté con él en el cafetín y cafecito de por medio empecé a interrogarlo con la sutileza que nos caracteriza a los andinos:

 ● Bueno amigo, cuénteme ¿Hace cuánto llegó a Mérida? ¿Su familia cómo está? ¿Sigue trabajando de sastre? ¿Dónde se está quedando? - Sí, todo de golpe. 

 ● Por dónde empezar… - Me dijo muy meditabundo mientras manoseaba su prominente barbilla.

 Y comenzó a contarme como la familia Sandia al darle la oportunidad de trabajar directamente con ellos lo fue adoptando poco a poco hasta volverlo miembro honorario de la familia, lo invitaban los fines de semanas a los almuerzos más exclusivos del poblado, le celebraban el cumpleaños e incluso le acabaron por dar la oportunidad de trabajar en Mérida, siempre y cuando prometiera estudiar; en esta parte de la historia la cara de Amador se iba transformando conforme hablaba, sus expresiones mutaban de la alegría a la tristeza aunque en su anécdota aún no transcurría ningún episodio lamentable, hasta que definitivamente entendí su metamorfosis facial con el final de la historia: 

 ● Entonces sí amigazo, se me murió la vieja, no me dió tiempo ni de avisarle que había empezado a estudiar, pero hay que echar para adelante ¿No? - terminó de decirme mientras hacía unas fuerzas inauditas para esconder las lágrimas en sus párpados. 

 Y aunque Amador estuviera en ese momento con los ojos por quebrarse, aún así, con el maquillaje de la tristeza que dificulta la lectura ocular de su espíritu, alcancé a percatarme de que aún tenía esa hambre de superación y de progreso, esas ganas de cambiar su realidad y de cierta manera eso fue lo que me dejó más tranquilo. Antes de contarme del fallecimiento de su progenitora, me comentó que el trabajo que le había ofrecido la familia Sandia era de contador y que aún estaba aprendiendo del oficio, pero según me dió a entender lo de los números se le daba bastante bien, la empresa estaba ubicada en la calle veintiséis y su oficina estaba decorada con una ventana que daba a la cordillera de los andes, más específicamente a los cinco principales picos que engalanan el panorama merideño y que por los meses de agosto tienen el atrevimiento de vestirse con un níveo polvillo helado que les da un talante más solemne del que habitualmente tienen las montañas. 

 Me seguí cruzando con Amador varias veces, dentro de la facultad y afuera de la misma, lo veía tomando café y en más de una ocasión me ofreció baratijas, perfumes, prendas de segunda mano que él mismo había remendado; muchas veces le compraba alguna cosa para intentar darle una mano a mi paisano. También lo alcancé a ver en amores, pero de los feos, de los no correspondidos, él insistía en ganarse su amor con ternura pero aquella muchacha no tenía mucho interés en la ternura o en la caballerosidad de mi amigo, por el contrario, prefería pasar tiempo con otro muchacho. Amador nunca me confesó que estuviera enamorado, siempre me decía que era una amiga, pero la manera en con la que posaba su mirada sobre la de ella, la manera en la que buscaba hacerla reír y la manera en la que se refería a esa jóven, era un indicador claro de que el virus del amor le corría por el torrente sanguíneo; y del cual lamentablemente, nunca habría de conseguir la cura.

 Empieza la década de los cincuenta y la situación en el país está peor que nunca, dos alzamientos militares en menos de cinco años es un exabrupto, aún en esos tiempos; en el cuarenta y ocho cuando se creía que se iba a consolidar una transición política que abriera paso a una democracia plena y participativa, terminan sacando del poder a Romulo Gallegos, ilustre escritor y claramente pésimo político, tras haber estado unos tristes meses en el poder. Pero como las tragedias cuando aparecen, normalmente se juntan, a finales de este año habrían de matar al presidente militar de turno: Carlos Román Delgado Chalbaud. La inestabilidad política era clara y la democracia más distante que nunca, por eso mi familia tomó la decisión de abandonar el país y terminamos viviendo en Francia. Aunque es cierto que París es una ciudad hermosa, con sus cafés y restaurantes, con el río Siena y con la Torre Eiffel modelando para decorar el panorama, extrañaba los hielos eternos de mis montañas, el aroma de mi ciudad, los sabores de mis sitios favoritos y mis amistades; hay experiencias que te rompen tan adentro que aprendes a vivir con dolor, porque descubres después, con el tiempo, que ese dolorcito de perder a la patria nunca pasa. 

 Antes de irme logré juntarme con varios amigos para despedirnos, entre ellos claramente estaba Amador, lo busqué luego de salir de su trabajo en la esquina de la calle veintiséis; vestía una camisa blanca de lino, un abrigo bastante sobrio y unos jeans gastados, lo noté muy contento y me dijo que era porque tenía bastante tiempo sin ir a Chiguará, ahí sería la despedida, en la casa de mis padres, que no estaba muy lejos de la que fué suya. Tomamos la carretera mientras intentábamos sintonizar alguna emisora con algo de música decente, casualmente nos topamos una en la que sonaba Cole Porter y ambos nos miramos complicemente para afirmar que era una buena idea dejarla sonar, en el camino Amador me agradeció el gesto de haberlo invitado y llevado hasta el pueblo que lo vió nacer, me contó que había dejado de insistir con el amor de aquella muchacha de la facultad y que honestamente se sentía muy contrariado emocionalmente, decepcionado, se dió cuenta de que a veces por más que uno intente y haga esfuerzos inhumanos, la vida no siempre es justa con los que más luchan y mucho menos cuando se trata del amor; yo le dí un par de golpes en la espalda en señal de solidaridad y me quedé tranquilo porque sabía que esta parranda de despedida le iba a hacer bien. 

 Aunque ya la dictadura militar estaba ensamblada, aún se podían hacer fiestitas en los pueblos sin que llegara un grupo de tipos vestidos de verdes y con fusiles buscando meter gente presa y arruinar eventos sociales rutinarios, así que con confianza prendimos la lumbre, pusimos pociones vacunas a la brasa, y empezamos a destapar botellas de cerveza y ron casi simultáneamente, éramos unas treinta personas aproximadamente y las risas destacaban el panorama acústico de aquella velada, acompañado de boleros que incitaban a bailar mejilla con mejilla. Cada que prestaba atención o el ritmo del evento me lo permitía, veía a Amador que estaba tomando del mismo trago de ron con el que empezó la noche, ya aguado, con una mirada taciturna permanente que no quería despegarse de la cordillera que era decorada con árboles de flores amarillas que eran iluminados tenuemente por la luz de la luna. 

 Me le acerqué ya con algunos tragos entre pecho y espalda y le hablé como en aquel reencuentro en el cafetín:

  ● Amigo Amador, deje la tristeza y saque a bailar a una de las mujeres, y sírvase trago que por suerte no nos falta

  ● Muchas gracias amigo - Me dijo medio somnoliento - pero no soy mucho de beber y mucho menos de bailar, la fiesta está muy buena y la parrilla espectacular, yo estoy disfrutando acá mirando la montaña

  ● Pero vea que yo me voy y no se cuando vuelva - Insistí porque como todos sabemos, no romperse el hígado con tus amistades en momentos cumbres es una falta de protocolo - Así que vamos a ponerle un poco de alegría.

 Y así fue, Amador empezó a cambiar su talante y al tercer trago de ron ya estaba bailando con una prima mía, todo con mucho respeto como siempre se caracterizó, pero por lo menos aprovechó esa chispa que te brinda el trago luego de libar con entusiasmo. Su cara había cambiado y probablemente se percató de que además de disfrutar el retorno a su pueblo, podía disfrutar de la compañía de un grupo de desconocidos que no tenían más intereses que reírse y pasar una buena noche para homenajear a su amigo que se iba. Empezó a amanecer en Chiguará y de a poco la gente se iba a acomodando en las colchonetas improvisadas que habíamos preparado para pernoctar; y al estribo de toda la reunión, entre limpiando y terminando una botella, tuve la compañía de Amador, que además de conversar conmigo, me supo dar una mano en esa tragedia que queda de la fiesta; nunca había visto a Amador con esta actitud de embriaguez y me resultó consoladora, incluso se me olvidó que en par de días tenía que ir a Francia hasta quién sabe cuándo, y obviamente mi buen amigo y paisano ignoraba lo que habría de acontecer con su vida años después.

 Mérida aunque siempre fue considerada una ciudad, tiene algo dentro de su construcción social que no ha permitido que sus habitantes lo entiendan de esa manera, seguramente sea por la proximidad con sus pueblos o con el hecho de que la ciudad está ubicada en una meseta que se rodea de montañas, pero el chisme es una de las prácticas más habituales y es muy fácil enterarse de todo lo que sucede incluso viviendo en Europa. Intenté mantener correspondencia con mis amigos más cercanos hasta que un buen día todos dejaron de responder mis cartas, de la nada, como si en mi última carta me hubiese precipitado en heces sobre los cadáveres de sus ancestros, ni siquiera recibí respuesta de Amador quien era el más puntual y responsable a la hora de responder. Mi padre me decía que no era culpa de ellos, que seguramente era la dictadura militar que cada día se preocupaba más por cortar comunicaciones y controlar los medios de comunicación, ya la cultura del miedo se había propagado a la interna de la nación y ahora procuraban generar espanto en los grupos de exiliados que se preocupan por sus familias. Pero nosotros somos merideños y un día nos escribió un amigo de la familia, un nuevo exiliado, y nos dió una suerte de repaso de los aconteceres de lo que pasaba en el país y más concretamente en Mérida; ahí en esa carta, que llegó de un amigo que tampoco estaba en la ciudad, fue que me enteré que Amador se había vuelto loco. 

 Siguieron llegando rumores de distintas fuentes y distintas familias, a mí honestamente me costaba mucho creer todo lo que decían, unos decían que se había vuelto alcohólico, otros que lo descubrieron robando la empresa en la que trabajaba y por la vergüenza había enloquecido, otros que se dedicaba día y noche a recorrer las calles de la ciudad mientras la iba limpiando; cada historia más disparatada que la otra, pero lo que sí era una realidad absoluta es que Amador no respondía mis cartas y que ninguno de los chismes en los que nombraban a mi paisano acaban en un final muy feliz, estuve preocupado por varios meses pero no podía hacer demasiado por Amador y más aún sin saber verdaderamente qué era lo que le había pasado. 

 Así fueron pasando los años hasta que en la madrugada del veintitrés de enero del año cincuenta y ocho el General Marcos Pérez Jiménez abandonó el territorio nacional en el avión presidencial, La Vaca Sagrada, dejando entre el apuro unos maletines llenos de billetes y abriendo la puerta para el retorno de muchas familias. La nuestra no tenía intenciones de volver, mi padre se había afrancesado lo suficiente y había hecho unas inversiones importantes en París que lo obligaban a permanecer por algún tiempo en Francia, yo en cambio utilice la excusa de visitar la casa de Chiguará, servir como una suerte de enviado para que familiares y amigos supieran que en Europa estábamos bien; y además, también para darme una vuelta por mis montañas, mis calles con casitas de colores, para reencontrarme con mis olores, mis sabores y mis vivencias que había creído extirpadas, pero que florecieron en mi memoria cuando me di cuenta que era posible volver.

 Cuando aterricé tuve una experiencia rarísima, al principio me sentí muy emocionado al ver las costas del mar caribe con sus tonos verdosos y esa enorme costa que se perdía lentamente de mi vista, y por otro lado, contrariado por lo bien que se veía todo, edificios gigantes, autopistas con túneles larguísimos, en Mérida se construyó el teleférico más alto y largo del mundo, todo parecía ir de las mil maravillas y me pregunté si realmente en la dictadura se vivía tan mal. Por supuesto que me bastó con tener un par de conversaciones casuales con personas que habían vivido la dictadura para darme cuenta que el desarrollo de infraestructura y el crecimiento económico no está plenamente relacionado con el bienestar ciudadano y con el respeto de los derechos humanos. La Seguridad Nacional, policía política del régimen, mantenía amedrentados a los grupos políticos y sociales que se manifestaban en contra de la cúpula militar, muchas de estas personas fueron perseguidas, violadas, desaparecidas, torturadas y ejecutadas, la mayoría sufrieron todas las anteriores; muchas minorías que no cumplían ningún papel reelevante en el tablero político también sufrieron ataques sistemáticos y desalmados, dado es el caso de la comunidad gay, o de los jóvenes de los barrios más humildes que por el simple hecho de compartir un porro o por tomar una botella de ron estarían condenados a ir presos sin ningún tipo de garantía en los juicios y por supuesto, serían torturados física y psicológicamente. 

 Esas eran las reglas para vivir bien, no podías ser político, no podías ser “maricón” y no podías ser “ladrón” y más allá de que ya estuvieran privando la libertad de mucha gente, también te juzgaban incluso si no eras parte activa de ninguno de estos grupos, y cuando este era el caso, el juicio no era con abogados ni con jueces, era con la policía y sus palos, la polícia y sus botas, la polícia y sus cascos.

 Cuando definitivamente llegué a Mérida sentí una tristeza inmensa, pero no en la ciudad, la sentí en mí, como si esa tierra que tanto añoraba pisar y ese aire que tanto quería volver a respirar ahora se me notaran turbios y mezquinos, se me revolvió la panza y se me empezó a complicar la existencia con mis pensamientos. Me junté con varios amigos de la facultad de ingeniería que seguían viviendo en la ciudad y solo ahí logré distraerme, me contaron las veces que fueron detenidos sin razón, las veces que sufrieron extorsiones y las veces que tuvieron que saltar rejas de casas desconocidas para no ser atrapados por La Seguridad Nacional, el final de cada historia era continuado por una serie de risas nerviosas e incluso nostálgicas, mis amigos de cierta manera se habían adaptado a esas situaciones y las adoptaron a su modo de vivir, honestamente me resultó admirable.

 Luego les pregunté por Amador, si había terminado la facultad, les comenté que nos habían llegado rumores muy raros, como por ejemplo que había enloquecido, que limpiaba las calles de toda la ciudad o que se había vuelto alcohólico, todos se miraron con una complicidad mortuoria y uno de ellos fue que el asintió con la cabeza y me dijo:

● Usted no me lo va a creer, pero todo eso es verdad. 

 Lo tenía que comprobar con mis propios ojos así que me despedí apuradamente y fuí a donde me dijeron que siempre estaba, la esquina de la calle veintiséis donde lo busqué aquella tarde antes de ir a mi despedida en Chiguará. Hay imágenes en la vida que por razones que desconocemos se nos quedan en la memoria, una pintura abstracta que no entendemos, un paisaje desabrido o un verso de un poema con el que no nos sentimos identificados, pero ver a mi paisano y amigo Amador, con ese aspecto, es motivo y razón suficiente para que no se me borre nunca más de la memoria. Tenía unos pantalones rasgados y una camisa de algodón a medio abrir, la piel chamuscada y llena de rosetas que supongo le causan un dolor terrible, una mirada perdida que no salía de un pájaro enjaulado en un balcón y un perro con siete razas aproximadamente.

 Me le acerqué con cautela porque no sabía si me iba a reconocer y honestamente me perturbaba un poco la mirada del perro mientras me acercaba, le toqué el hombro y Amador ni siquiera se inmutó, insistí con más fuerza y parecía una roca, lo llamé por su nombre y el resultado fue el mismo, el único que reaccionó fue el perro que se acercaba lentamente a mí pierna mientras gruñía; derrotado y preocupado tomé la decisión de dejarlo solo y averiguar con algunos vecinos del sector qué le había pasado, cómo era posible que ese muchacho que no era vicioso, no era mujeriego y no tenía más intenciones que salir adelante de un amargo pasado, terminó postrado en una esquina. Necesitaba algún indicio que me diera cabida para conseguir la verdad.

 Por suerte estaba en Mérida y tras dos preguntas conseguí a la familia Maldonado, familia que según me habían informado era la que técnicamente se hacía responsable de Amador, fueron una suerte de padrinos, me acerqué a la entrada y toqué con la timidez que merecía ser tocada esa puerta, me abrió una señora bien venida en años y antes de que me dijera cualquier cosa le aclaré: Soy amigo de Amador. La señora Maldonado me hizo pasar a una sala con estantes que rebosaban de platos y copas que seguramente nunca serán utilizados, santos de distintos tamaños y colores y cuadros de paisajes merideños, una decoración típica de esta parte de los andes. La señora me sirvió un café que hervía y mientras lo soplaba sutilmente para intentar enfriarlo, fue ella misma la que me preguntó por mi paisano, le respondí con toda la verdad, que lo conocía de Chiguará, que venía de una familia humilde pero que había logrado venir a Mérida a estudiar y a buscar mejores oportunidades, la señora me dijo que eso ya lo sabía y que había sido él mismo quien le había contado.

 Me contó que conoció a Amador justo después de la tragedia, una mañana se despertaron y lo vieron tirado frente a la casa, salieron a su auxilio pero Amador estaba en un shock importante, no podía conectar oraciones con ningún tipo de lógica y temblaba de manera descontrolada, lo acercaron al hospital y fue ahí donde terminaron de atenderlo, estaba tan golpeado que los doctores prácticamente no lo querían diagnosticar, y aunque su cuerpo jóven acabó soportando el maltrato, su cerebro no corrió con la misma suerte. Amador fue diagnosticado con demencia irreversible, de alguna manera sus pensamientos estaban en otro lugar, como si su cuerpo deambulara y él por el contrario viviera una realidad paralela. Luego del alta la familia Maldonado lo intentó adoptar en su casa y al principio no hubo mucho problema con Amador, estaba en una etapa de recuperación, se le estaban cerrando las heridas y de a poco le estaba volviendo el apetito, comenzó a conectar oraciones lógicas, o al menos lo intentaba. Siguieron pasando los meses y lo que antes se notaba como mejora, terminó por decantarse en estanco, si bien es cierto que algo de lucidez había en Amador, la locura era un factor muy evidente. Se escapaba del hogar de los Maldonado con la basura de toda la casa y se perdía por horas, los vecinos después decían que tocaba sus puertas pidiendo basura, le ofrecían comida o dinero y él los rechazaba, su mente solo estaba interesada en las bolsas negras repletas de residuos.

 Cada tanto la familia Maldonado insistía en preguntarle qué le había pasado, quién lo había golpeado, si tenía familiares cercanos o alguien con quien comunicarse; él cuando tocaban el tema se ponía muy mal y gritaba como un animal que está a punto de enfrentarse a la muerte, pero en algunas oportunidades y con lágrimas en los ojos se animaba a contar, muy a su manera, lo que le había pasado: Supuestamente un día saliendo de su trabajo fue interceptado por La Seguridad Nacional y fue confundido con un militante de Acción Democrática, le preguntaron por Carlos Andrés Pérez y él no supo qué responder porque no conocía ese nombre, pero ante la frágil honestidad de Amador chocaron las botas y todo el peso del cuerpo represor contra su pobre humanidad, contó que lo bañaban con agua fría y lo obligaban a mantenerse de pie sobre un rin por horas, práctica que podrá parecer muy inocente, pero luego de estar en la misma posición por horas sobre un circulo metalico, claramente el metal termina lacerando las plantas de los pies y deja un dolor infernal, también lo ahogaron con bolsas plásticas y no recuerda bien cuantos funcionarios pasaron a pegarle, por puro y mero placer. La golpiza lo dejó roto de por vida, no tanto en lo físico, pero su mente se fue en un viaje de ida sin retorno. 

 La señora Maldonado me contó que la basura que Amador sacaba, la empezó a poner dentro de su habitación, generando plaga y olores nefastos, en sus momentos de lucidez se daba cuenta y sacaba todo, avergonzado, sin entender realmente qué era lo que pasaba, pero su cabecita lo traicionaba sin que él pudiera hacer nada al respecto. Intentaron llevarlo a un centro de rehabilitación por la zona de los llanos, en un poblado que se encuentra a seis horas en auto de la ciudad de Mérida, no pasó una semana cuando les comunicaron que Amador se había escapado, y no hubo mucho tiempo para preocuparse tampoco porque una semana después del aviso lo vieron cerca de la esquina de la calle veintiséis, cuando se acercaron notaron en su mirada que no estaba en sus cabales y se dieron cuenta que Amador era acompañado por un perro. Al menos pudieron deducir que su obsesión con la basura era probablemente para tener siempre algún alimento que ofrecerle al animal. 

 Pasó el tiempo y por lo que me cuentan Amador quedó en un limbo entre su locura y su lucidez, y él mismo había aprendido a diferenciar cuando estaba de un lado y del otro, cuando se sentía lúcido se ponía una moneda en su frente y cuando no, se la sacaba, así los vecinos sabrían a qué enfrentarse cuando lo vieran en la calle. Esos tiempos fueron positivos dentro de todo porque Amador hacía mandados a cambio de monedas o ayudaba a controlar el tránsito cuando la intersección de la calle veintiséis se complicaba en épocas turísticas, curiosamente era muy bueno en esto último por lo que los fiscales de tránsito lo dejaban desempeñar esa actividad que lo entretenía bastante. 

 Al terminar el café en la casa de los Maldonado agradecí enormemente por toda la información brindada y me retiré con la tristeza más triste del mundo, un grupo de gorilas le habían arruinado la vida a mi amigo y no había nada que hacer al respecto, terminó siendo una estadística más de un régimen represor que por imponer su cuota de orden, acabó por desordenar eternamente la psiquis de un muchacho de pueblo que a pesar de sus adversidades y contratiempos no tenía más intenciones que tener una vida un poco más digna.

 En los días que me quedaban en Mérida intenté conversar con él en varias oportunidades, pero su perro Tigre no permitía mucho acercamiento físico, era bravo y grande, además no tuve la suerte de encontrar su momento de lucidez, siempre que lo alcancé a ver estaba sin su moneda en la frente. Así que no insistí más y me quedé con los buenos recuerdos de mi amigo Amador, que nunca quiso salir de su esquina, que tenía una mirada esperanzadora y terminó reducida a unos ojos que miran al vacío o a un balcón con un pájaro enjaulado, el muchacho que quería ser ingeniero y terminó preso de una locura provocada, nadie lo merece. Volví a Francia con mi familia a sabiendas que no iba a volver más nunca Mérida, no específicamente por la situación de Amador, sino porque me percaté que ese pedazo de tierra al cual añoraba, ya no existía, y no habría de existir nunca más. 

 Pasaron los años y me seguí enviando cartas con mis amistades, fotos, postales, algunos habían regresado a la patria y otros como yo siguieron su vida en otras latitudes, pero por suerte el chisme es una práctica que no discrimina ubicaciones y me pude ir enterando de distintos sucesos, como la última recaída y posterior muerte de Amador, mi amigo. Sobre estos últimos aconteceres no solicité muchos detalles, solo quería saber donde lo habían enterrado o que habían hecho con su cuerpo. Supe que le dieron santa sepultura en el cementerio del Espejo, a escasas cuadras de la esquina de la calle veintiséis, su lugar favorito en el mundo. Cuentan que el entierro estuvo acompañado de buena parte de los vecinos que lo conocieron en sus momentos lúcidos, hasta que Tigre, su perro fiel, grande, guardián y de siete razas aproximadamente, optó por correrlos a todos y echarse ahí a morir, al lado de su compañero.


Jesús Pérez Avendaño 

Montevideo, 2022

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