Cuando llegué a Uruguay, solo conocía sus excentricidades. Lamentablemente, ya no era presidente en ejercicio: en 2017, Tabaré Vázquez había asumido nuevamente la presidencia de la república. Sin embargo, me di cuenta de que la presencia de Mujica en los medios seguía siendo muy importante. Sus opiniones retumbaban en la sociedad y, constantemente, se hacía eco de sus dichos en radio o televisión. A veces, parecía que lo que decía Pepe tenía más peso que las palabras de Tabaré. Una noche, en un apartamento sin amoblar y con las alacenas vacías en Ciudad Vieja —específicamente en la intersección de 25 de Mayo y Colón—, donde dormía en una cama de madera vieja que le gané a un amigo apostando con una moneda, recuerdo que me sentía atrapado en mi propia nostalgia. La cama era un armatoste de cuatro patas con una colchoneta larga que sobresalía, dando un efecto visual de un tobogán triste y pobre. Esa madrugada, mientras buscaba en mi celular cualquier cosa que me distrajera para no sucumbir a la tristeza, encontré una entrevista larga que Jordi Évole le había hecho a Pepe. Entre seguir llorando por lo que dejaba atrás o escuchar a un expresidente “excéntrico” del país que me había recibido, elegí sabiamente la segunda opción.
Esa entrevista marcó un antes y un después en mi manera de ver la vida, no solo por la naturalidad y el tono amigable que siempre caracterizaron a Mujica, sino también por su capacidad para definir y justificar los conceptos que lo llevaron a vivir de la forma en que decidió hacerlo. “Dicen que soy un presidente pobre; pobres son los que precisan mucho”, dijo en algún momento, y esa frase me abrazó el alma. Fue un abrazo fuerte, pasional, como el de un amigo. Me consoló de una manera inaudita, similar a cuando, tras un día complicado en la escuela, tu madre o tu padre te aseguraban que todo iba a estar bien. Sentí exactamente lo mismo, porque, aunque estaba inmerso en una situación laboral infernal y lidiaba con una depresión crónica, me di cuenta de que no era pobre. Obviamente necesitaba más cosas de las que tenía —y seguramente hoy siga necesitando algunas—, pero las cosas materiales no determinan tu felicidad ni tu estatus. En cambio, las cosas emocionales y pasionales sí lo hacen: tus pasiones, tus amigos, lo que haces por la sociedad, lo que te motiva.
Tras terminar la entrevista, quedé con un vacío inmenso, no porque me hubiera generado tristeza —la entrevista es realmente hermosa—, sino porque necesitaba saber más de Mujica. Esa noche, vi todas las entrevistas que encontré en internet. Me obsesioné con la persona y con el personaje. Me di cuenta de que de excéntrico no tenía nada; excéntricos son los presidentes que viven en casonas gigantes y reciben tratos de reyes, cuando hace siglos en nuestro continente se hicieron revoluciones republicanas para establecer que nadie vale más que nadie, que no hay ningún mandato divino de sangre azul ni monarquías. Los políticos del mundo, y especialmente los latinoamericanos, viven con tradiciones monárquicas que contradicen el concepto de república: habitan como reyes mientras la mayoría enfrenta situaciones injustas y calamitosas.
En los meses siguientes, con el poco sueldo que tenía, hice varios sacrificios para comprar libros que relataran la historia de Mujica. No paraba de fascinarme. En un momento de su vida, tuvo que tomar las armas, una decisión cuestionable desde cualquier perspectiva, pero, considerando el contexto y la situación que se vivía en Uruguay en esa época, era más que entendible, al menos para mí, que también viví algo similar. Empaticé profundamente con él porque yo también tuve que tomar decisiones polémicas, estuve en enfrentamientos armados donde descubrí que las balas, al pasar cerca de ti y romper el viento, generan un silbido ensordecedor que te lastima el alma. Accionar un gatillo para defenderte no te hace valiente, pero a veces es lo que tienes que hacer para mantener una lucha por un bien común; hay momentos en los que no queda más remedio.
A mí nunca me acribillaron en el suelo ni me dieron seis tiros a quemarropa como a Pepe, pero sí tengo varias cicatrices de proyectiles en mi cuerpo. Nunca planifiqué el escape de una cárcel ni estuve preso doce años, pero las dos veces que me detuvieron hice todo lo posible por escaparme. Tuve la suerte de que fueron detenciones breves; mis seis horas de tortura no se comparan con lo que sufrieron Mujica y sus compañeros. Sin embargo, entiendo por qué hicieron lo que hicieron. Lo que más me sorprendió fue el escaso sentimiento de venganza en aquel hombre. Yo, en cambio, estaba lleno de odio en esos tiempos, y fue precisamente Mujica quien me dio otra lección de vida que nunca olvidaré: “Hay cuentas que no se cobran”. Esa frase me hizo abrir los ojos y darme cuenta de que con mi resentimiento y mi odio no ganaba nada; al contrario, me estaba frenando de seguir adelante y encontrar la ruta hacia la felicidad y mis pasiones.
Pasaron varios meses —no recuerdo cuántos exactamente—, pero un buen día organizaron una actividad en la Sala de Museo, muy cerca de ese apartamento sin muebles en Ciudad Vieja donde vivía. En ese evento, mi amigo Pepe haría acto de presencia. Invité a varios amigos, pero ninguno quiso acompañarme, y la verdad lo siento mucho por ellos, porque no saben lo que se perdieron. Fui con quien era mi pareja en ese momento y, después de tomarnos un vino Rosé en cartón —lo único que nuestro presupuesto permitía—, entramos al evento. El ambiente era de fiesta, con música en vivo y personas de distintas edades. La Sala de Museo estaba llena, como si fuera a presentarse Keith Richards o Bob Dylan. Todos esperábamos ansiosos al expresidente.
Pasadas un par de horas, salió desde la parte trasera del escenario y fue ovacionado durante varios minutos. Todos de pie, se me pusieron los pelos de punta. Realmente estaba viendo a aquel hombre del que había leído tanto, del que había aprendido tanto y cuyas ideas había adoptado en mi manera de ver la vida. Llegó con una camisa de manga corta, el pecho a medio abrir, unos pantalones de lino gris anchos y unas alpargatas que consolidaban su aspecto campechano, de hombre de campo. Se sentó en una silla, gesticulando con ambas manos mientras un micrófono —que en realidad era innecesario— amplificaba su voz. Sus palabras recorrían cada esquina del lugar, porque todos los espectadores nos mantuvimos en un silencio sepulcral, atentos a cada cosa que decía aquel viejo sabio. Lo más hermoso era que su sabiduría estaba llena de realidad, alejada de las terminologías complicadas e incomprensibles que algunos autores intentan imponer. La sabiduría de Mujica se transmitía en un lenguaje natural, calmo, tranquilo; cada palabra tenía el poder de la belleza de lo simple, facilitando la reflexión. En un momento, no pude contenerme y me quebré en un llanto silencioso. Mis ojos se aguaron de orgullo por tenerlo tan cerca, tan real, tan fiel a la imagen que tenía de él y a las ideas que compartía. El discurso habrá durado quizás una hora, seguramente una de las que más disfruté y en la que más aprendí. Recuerdo que lo cerró diciendo: “Recuerden, derrotados son los que dejan de luchar”, una frase que sigo usando frecuentemente y que seguirá marcando mi manera de ver la vida. Me avergoncé de pedirle una foto, y como me arrepiento.
Después de esa noche, quedé completamente contagiado por la manera de pensar de aquel hombre que siempre predicó con el ejemplo, que tuvo legitimidad para decir lo que decía, que intentó mejorar la situación de su país y de América Latina, que siempre tuvo una mano abierta para quien más lo necesitaba, que siempre estuvo del lado del desfavorecido. Seguro que se equivocó, como todos lo hemos hecho, pero, si hacemos un balance de su vida, sin duda es uno de los hombres más grandes de la historia de nuestro continente.
De Mujica aprendí a no rendirme, a no odiar, a vivir sobriamente, a tragar veneno por licor suave, que el amor se vuelve una tierna costumbre, que cuando morimos no hay arco del triunfo ni nadie que nos espere, que todo lo que hacemos en esta vida tiene sentido porque vamos a morir, que los humanos somos egocéntricos y complicados, que la vida es hermosa con sus contrariedades y que siempre vale la pena vivirla.
Mientras termino de escribir esto, con lágrimas en los ojos y un cigarrillo en la mano, le digo gracias de parte de un inmigrante al que usted, sin saberlo, le cambió la vida, amigo Pepe. Por eso, le estaré agradecido eternamente.
Me conmueves como siempre pero esta vez este relato no necesita explicaciones de si es verdadero o no. Simplemente sale del alma y eso es suficiente para tocar otras almas. Como siempre complacida y orgullosa de tener una pluma fina en la familia y cerca del corazón.
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