Desapego

Lo primero que tienen que saber es que mi nombre es Maria Smornov, tengo 30 años y tuve que huir de Rusia por el delito de amar. Quizás para algunos sea difícil de comprender esto que les estoy diciendo, pero es una amarga realidad, en esa hermosa tierra donde con muchas dificultades crecí; se nos juzga por razones como expresar nuestro amor. Sí, en la Rusia de los finados Zares, de las nieves perpetuas y de las gloriosas victorias históricas que mi gentilicio ha ganado con hidalguía, aún existen persecuciones fatuas por razones prácticamente inentendibles. 

Mis padres murieron cuando era apenas una niña de 10 años tras sufrir un nefasto accidente de tránsito en la desastrosa Moscú, mis abuelos con su amor descarado se ocuparon de mí y de mi crianza, me transfirieron valores como la solidaridad, la empatía y la constancia para alcanzar mis objetivos. Olga era mi abuela, la mujer más tierna que he conocido, tiene una piel pálida forrada de pequeñas arrugas que se sobreponen unas con otras cuál uvas pasas, unas manos repletas de cicatrices de tanto trabajar, y unas piernas llenas de varices que si se les mira con detenimiento parece un sistema eléctrico con ímpetu de fallar; es bajita y jorobada, siempre sonriente. Mi abuelo es un militar retirado de la segunda guerra mundial, combatió en el grupo de resistencia que venció a las tropas de Hitler cuando románticamente intentaron invadirnos en pleno invierno. 


Mi abuela Olga cuenta que al volver de la guerra el abuelo no volvió a ser el mismo. Nunca habló del tema pero por los rumores que circulaban dentro de la ciudad de Volgogrado, antigua Stalingrado, afirmaban que había tenido que cometer atrocidades que nunca más lo harían estar tranquilo a la hora de dormir, una pesadilla tras otra, tras otra, tras otra; demacrando el alma y el conjunto de cueros, pieles y huesos que lo hacían un humano. La abuela me cuenta que incluso en pleno combate, quizás buscando la muerte, el abuelo arremetía de frente y lejano de las trincheras contra los Nazis, pero que lo más cercano que estuvo de morir fue cuando cayó de la cucheta al escuchar los alaridos de una alarma que realmente era un simulacro. Se esguinzó el dedo meñique de su mano derecha, nada más que eso. Al cumplir los 18 años y conseguir mi primer empleo, Olga, la señora tierna y jorobada que afortunadamente además de ser mi abuela, era mi madre, me regaló el bien más preciado que tenía: Un juego enorme de muñecas Matrioskas que supuestamente habían pertenecido a nada más y nada menos que a Catalina La Grande, antigua emperatriz.


Los tiempos más convulsos en aquel país se habían acabado, se disolvió la URSS, se abrió el mercado, se instauró una democracia teórica y la guerra fría, aunque guerra al fin, era la más fría que habíamos tenido en demasiado tiempo. Un día saliendo del cine luego de ver una película americana dirigida por Martin Scorsese, fui con mis compañeros de trabajo a un bar para tomar un par de vodkas y fingir que éramos críticos de cine. No lo sabía entonces, pero una ida al baño me bastaría para darme cuenta de dos cursilerías: Que me gustaban las mujeres, y que nunca más habría de mirar otros ojos como a los de Tatiana, que aunque no tenía unos ojos necesariamente muy atractivos, tenía una mirada malditamente hipnotizante. 


Sí, ya sé que aunque nadie lo diga y no sea un hecho público, es ilegal este tipo de amores en nuestro país, ya lo sé. Pero mi corazón se infló de una manera como nunca lo había hecho. Mientras nos retocamos el maquillaje sin cruzar palabras como lo que éramos, unas perfectas desconocidas, me moría de los nervios por tenerla tan cerca. Transpiraba a bocajarro, se me brotaban las venas de la frente, y sentía una histérica necesidad de preguntarle su nombre, su dirección y si podíamos irnos a un sitio solitario, donde nadie nos viera y nos besáramos como dos amantes desencontradas, que aunque no lo sabíamos, eso era lo que éramos. 


Mientras pensaba todo eso mirándome al espejo muerta de los nervios, fingiendo estar relajada, esa muchacha me tocó el hombro para consultarme si tenía rímel. Ante la disposición de los dioses y de mi fortuna, me armé de valor y procedí a decirle que no tenía rímel pero que le quería invitar un trago. Me dio un sorprendente si y pasadas unas cuantas horas, y una botella de vodka entre Tatiana y yo, esa noche terminamos subiendo en cuclillas las escaleras de la casa para evitar despertar a la siempre tierna Olga, y de esa manera, volvernos una sola hasta el día de hoy, que nos descubrieron, y tuvimos que huir. Tristemente separadas. 


Una tarde Tatiana me preguntó por las Matrioskas que reposaban en una repisa de mi habitación, le conté que habían pertenecido a Catalina la grande y que mi abuela las había conseguido en unas circunstancias literalmente inexplicables. Le conté, muerta de amor, el valor sentimental que tenían para mí, más que por su valor histórico, el valor recaía en que Olga me las heredó para consolidar nuestra relación de madre e hija que nos haría inseparables a pesar de la distancia o la muerte misma.


Tatiana y yo hacíamos todo juntas y aprovechamos todo el tiempo que podíamos, comíamos afuera, tomábamos cafés, íbamos al cine, y todo esto aparentando ser buenas amigas. Pero el amor es un sentimiento tan fuerte y evidente que incluso se ha llegado a decir que se respira en el ambiente; y se ve que nuestro amor era tan puro que incluso los agentes de la KGB encargados de perseguir parejas gays olieron el nuestro. Nos interceptaron en medio de un picnic veraniego para cagarnos a preguntas, quiénes eran nuestros padres, a qué nos dedicamos, por qué pasamos tanto tiempo juntas, e incluso nos mostraron fotos tomadas de la mano en la fuente Barmalej, quedamos en shock. Nos dejaron en paz luego de que driblamos las preguntas con mentiras ensayadas previamente, pero teníamos una claridad absoluta de que esta situación tendría consecuencias mucho más graves. 


Decidimos separarnos esa noche y esperar los acontecimientos del día siguiente para plantear una estrategia eficiente y de esta manera asegurarnos que nuestro amor siguiera el hermoso rumbo que había tomado, pero los tiempos de la KGB son distintos a los del amor y al llegar a la casa estaban otros dos agentes entrevistando a Olga y a mi abuelo. Respondían lo que sabían: Nada. Que era una compañera con la que pasaba tiempo, pero que no habían notado conductas extrañas entre nosotras; sin embargo ellos seguían preguntando intensamente mientras yo volvía a transpirar y mi vena de la frente se brotaba a punto de explotar como aquella hermosa noche en el baño del bar. Por fin se fueron y hablé con mis abuelos, les conté todo, me dijeron que lo mejor y lo más sano es que me fuera lejos, lejos de Rusia y de ellos, lejos de Tatiana y de nuestro amor, lejos de mis raíces, lejos de los restos de mis padres, lejos de mis olores, de mis sabores, de mis pasiones. Lejos de todo. 


Así, me armé de dolor y de una valija donde puse ropa, las cartas que me había escrito Tatiana y las Matrioskas que habían pertenecido a Catalina La Grande, para irme sin rumbo lejos de mis fronteras esa misma noche sin poder despedir a mi amada, alejada de todo, con una tristeza y un desapego eterno, por un simple error. El error de amar.  

  


Jesús Pérez Avendaño 

Montevideo 2024


Comentarios

  1. Excelente relato, te has superado y sigues enganchando al lector. Felicidades

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