El vicio bobo del cigarro.

 El hediondo humo invadía esa casa, aunque mi mamá fuese a la profundidad del solar era inevitable que, ese aroma tan invasivo y particular, no se apoderara de nuestro hogar. A casi todo el mundo le tiende a incomodar el olor a cigarrillo; pero quizás porque ese humo siempre estuvo rondándome, desde muy pequeño le tomé un cariño especial. Mi mamá era profesora universitaria y las imágenes que tengo para esa época de ella son fugaces: La recuerdo como la mujer más hermosa que vi nunca, con su cabellera negra y corta, tacones de aguja que organizaban su humanidad con tres partos, alguna falda demasiado elegante y un conjunto de aretes, collares y ornamentos que le combinaban a la perfección y decoraban las cicatrices que nos va dejando la vida. También recuerdo sus idas eternas a un lejano pueblo donde repartía su sabiduría a algunos muchachos que teóricamente eran el futuro del país; yo me quedaba en casa cuando volvía de la escuela, y luego de hacer mis tareas junto a mis hermanos y abuela, reposaba en la cama de mi mamá para oler sus pijamas verdes con manchas rojas que estaban hechas con una seda barata, y que además, estaba piche a cigarro. Me encantaba oler esa combinación odiada generalmente: Cigarro con perfume de mujer. 

Todas las noches intentaba esperarla despierto, pero muchas veces fracasaba en el intento generando una ruptura enorme en mi diminuto corazón, ella se iba cuando yo estaba en la escuela y volvía casi siempre cuando yo estaba entregado al maldito de Morfeo. Quizás por esos ratos donde, al igual que ahora, tengo una añoranza irracional por abrazar a mi madre, es que tengo un vínculo tan especial con el cigarro. La primera vez que puse un cigarro en mis fauces quizás tenía unos trece años, viéndolo en retrospectiva me doy cuenta de que no hay peor ser humano en el mundo que un niño creyéndose adulto. Las primeras veces en la vida, por tendencia, tienden a ser especiales, pero ésta en particular no tuvo mucho de especial más que una increíble paranoia y una tos grotesca que nunca olvidaré. La presión social de esa época turbia esgrimía que para encajar en la bandita de los fumadores tenías que repetir como un tarado: "Un buen fumador dice más de doce palabras sin botar el humo", la sentencia contiene doce palabras, y si lograbas decirla sin que el humo se escapara de tu aparato respiratorio, ya eras parte de ese grupo de niños que se creen adultos y que realmente no tienen ni idea de lo desubicados que están. 

Luego me juntaba con un vecino a fumar un cigarro entre los dos, no porque nos gustara, lo hacíamos como acto de rebeldía que al menos a mi me emocionaba mucho; pasa el tiempo y haces oficio de observación, te das cuenta de lo interesante que es el humo porque tiene una conducta indómita, su forma cambia a placer sin dar cuenta clara del por qué o en que momento la gravedad termina de tener relevancia en sus formas, ese carácter explosivo, inesperado y fugaz me terminó de engatusar. Pero antes de que si quiera te des cuenta, le agarras autentico gusto al vicio y te vuelves adicto. 

Yo me di cuenta que era adicto en un viaje de graduación que hice al recibirme de bachiller, en mi época se practicaba un viaje entre casi todas las instituciones educativas del país y asistían los alumnos que tuvieran la capacidad de costear el viaje, era un choque cultural hermoso donde el alcohol y las primeras veces que antes mencioné normalmente se encontraban a flor de piel entre jóvenes de diecisiete años. Al segundo día estando en esa playa, ya le daba dinero a un compañero que lucía de dieciocho años para que me comprara cajas de cigarros, al menos una diaria. Se que parecerá excesivo, pero en ese viaje teníamos la mala costumbre, mis compañeros y yo, de desayunarnos un vaso largo de ron con coca cola y un cigarro, minutos antes de ir al verdadero desayuno, religiosamente lo hicimos durante cinco días de borrachera incontrolable que terminó en un hermoso recuerdo que espero nunca se elimine mi memoria. Al volver a mi ciudad y reencontrarme con mi familia, recuerdo haber tenido dos sensaciones muy importantes: Un terrible malestar por mal comer y mal dormir por cinco días consecutivos, y además, unas ganas terribles de fumarme un cigarro. 

Esconder el olor del cigarro no es una tarea para nada sencilla y existen un montón de mitos urbanos al respecto, comer pasto, flores, servilletas de papel, chicle, fumar con la mano opuesta a la que usas habitualmente y la lista sigue de manera casi eterna, y para ser honesto, ninguno funciona. Por más que tragues pasto pisado por todo el mundo, por más que pidas los chicles más fuertes del mercado, por más que comieras servilletas de papel de las caras, es prácticamente imposible si quiera disimular el aroma que amo. 

De tal manera que mientras me fui haciendo más grande y empecé a fumar de manera más abierta me di cuenta que el cigarrillo, además de dar cáncer, también funciona como herramienta para socializar, una suerte de lubricante que me ha llevado a tener hermosas conversaciones, amistades de cinco minutos y aunque la mayoría discrepe conmigo, un talante distinto. Woody Allen en una de sus obras maestras empieza en una reunión en un bar de Manhattan, y dice que él no aspira el humo del cigarro porque da cáncer, pero que sin embargo fuma porque lo hace ver demasiado interesante, yo apoyo la teoría del maestro. 

El cigarro es un vicio bobo, de las únicas cosas positivas que podría rescatar del farolito que se posa entre mis dedos es que disimula el hambre y la fatiga, alivia el estrés y la ansiedad, y me lleva a la nostalgia de mi infancia donde ese olor me acompañó cuando más lo necesité ¿Por qué empecé a fumar? Todo en esta vida pasa por algo, en mi caso, por imbécil ¿Cuándo lo voy a dejar? Espero que muy pronto, tengo siete años entre idas y venidas; el abuelo de un gran amigo que espero esté leyendo este fracaso de texto, me dijo en una oportunidad: "Dejar de fumar es lo más fácil del mundo, yo he dejado de fumar como cien veces." Aún no llego al centenar de intentos, pero a veces juego con ponerle una fecha de caducidad, capaz que al cumplir diez años de fumador sea un buen momento para jubilarme del vicio y así dejar de cagarme de frío cuando voy a un bar y me provoca encender la lumbre cilíndrica que disfruto tanto. 

Aunque si lo dejo, probablemente sea más complicado el adaptarme a extrañar a mi mamá que iba a comprarme "vitamina" a un almacén y volvía con un cartón relleno de veinte cigarros, para luego sentarnos en la sala de su apartamento a chismear, hablar de política, de la vida, de los amores y del desamor, de la tristeza y la alegría, de nuestros viajes casi improvisados que terminaban en aventuras fantásticas que nunca olvidaré. Si dejo de fumar se irá también ese olor a cigarro que invade la ropa y me transporta a sus pijamas para sentirme seguro, se irá el humo que nos acercaba y nos hacía felices, se irá un buen compañero y junto a él, las sensaciones hermosas que alguna vez tuve junto a ella: La mujer más hermosa que vi nunca, con sus tacones de aguja, una falda muy elegante y los pendientes, collares y anillos que engalanaban sus cicatrices y sentenciaban su belleza. 

Ahora por razones médicas mi mamá no usa tanto tacones de aguja, cambió su estilo y ahora es un poco más "sport", por llamarlo de alguna manera, y quizás no ornamenta tanto su vestimentas como lo hacía antes y no tiene el cabello tan corto, quizás se haya arrugado un poco porque el tiempo no perdona, pero lo que no cambió fue su sonrisa, su discurso esperanzador, su natural coquetería que embelesa a cualquier ser humano y su capacidad de amar a su familia a pesar de todos los pesares. La extraño tanto que después de tanto tiempo aún duele tenerla lejos y no poder abrazarla para que me contagie con esa bella fragancia que genera el cigarro en su perfume. 




Jesús Pérez Avendaño

Montevideo, 2020

 

   
















































































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