Playa, marihuana y LSD

El sol entró por las persianas metálicas formando líneas horizontales simétricas que dictaminaban, además de un nuevo amanecer, la fortuna de poder emprender un nuevo viaje. Habíamos agendado nuestros boletos a las siete de la mañana para aprovechar el día al máximo, teníamos nuestro equipaje, nuestra ropa, nuestra comida, nuestras cervezas y nuestras drogas para garantizar que el viaje fuese una experiencia legendaria. Yo la verdad nunca había experimentado con drogas alucinógenas porque me generaba un frío en el espíritu, un terror horrible, como si al probar la sustancia estuviese condenado a quedar en ese estado de conmoción y alucinando de por vida, luego de leer en internet lo recomendado para tener un "viaje" decente con Lsd, tomé la decisión de ir con mi dealer de confianza y aprovechar la oferta de un cartón para dividirse en cuatro partes, que tenía impresa unas caritas felices de color amarillo que me recordaban a "The Comedian" de la película Watchmen, y cinco gramos de marihuana por un precio bastante decente. 

Eran las siete de la mañana y estábamos en la terminal de Tres Cruces para tomarnos un ómnibus a Punta del Este, el destino seleccionado por europeos, gringos, brasileros, y porteños; principalmente porteños, para descansar de la odisea de las grandes ciudades de las cuales eran esclavos, en Punta del Este conseguían calma, aire fresco y una suerte de lujos que prácticamente en ninguna otra parte de Uruguay era posible conseguir, además de unas playas que protagonizaban el espectáculo del oleaje atlántico donde se juntaban a surfear y a practicar deportes acuáticos jóvenes indómitos. Antes de subir al ómnibus, mis amigos y yo fumamos un porro, que además de tener una potente marihuana en su interior tenía distintas y variadas extracciones que además de generar un efecto contundente en nuestro cerebro, generaba un gusto exquisito en nuestro paladar, con una pitada probablemente estuviéramos lo suficientemente drogados como para no tener la necesidad de seguir succionando humo, pero francamente el sabor de ese cilindro verde amárelo era tan gustoso, tan apetecible, que entre los cuatro personajes ahí presentes decidimos terminarlo por pura gula.

Subimos al transporte a la hora exacta, con la garganta seca, la cara pesada y con las risas a flor de piel. El viaje de dos horas fue acompañado de snacks varios y mucha agua, si usted nunca ha fumado marihuana no se puede imaginar lo placentero que es beber agua y comer porquerías hechas de químicos, no entiendo cual sea la razón científica, pero parecería que el paladar toma poder y potencia los sabores mandando señalas al cerebro, estimulándolo, para generar placer. Llegamos al terminal de Punta del Este cargando con nuestras cosas, al cruzar la calle se puede apreciar de manera categórica una escultura con forma de dedos, hecha hace algunas décadas por el artista chileno Mario Irarrázabal, mi historia del arte no es profunda para saber realmente que intentaba expresar el artista, pero yo, bajo los efectos del tetrahidrocannabinol pude interpretar, seguramente de manera errónea, que era la mano de algún Dios que había bendecido tan espectacular costa. 

Mientras un par se fueron con una conservadora a comprar hielo y cerveza, otros dos nos quedamos instalando una carpa de playa y una sombrilla para protegernos del inclemente sol veraniego que muy seguramente nos achicharraría nuestras humanidades. Cuando llegaron, nos servimos un vaso de cerveza helada para cada uno, brindamos por ese descanso que nos estábamos dando de Montevideo y luego del primer sorbo, como quien no quiere la cosa, propuse consumir esos pedazos de ácido alucinógeno que se presentaban en forma de cartón y que tenía caritas felices, mis amigos no dudaron ni un segundo en aceptar la propuesta y saqué de una edición de "El Tunel" de Ernesto Sábato, la cuadricula predispuesta para ser puesta debajo de la lengua. 

Así sin más, procedimos a dividir el cartón y mientras lo cortaba pensé en la historia de Jesús partiendo los panes, aunque yo no repartía el cuerpo de cristo en ese momento, seguramente estaba repartiendo algo más provechoso; y mientras nos poníamos el cartón bajo la lengua, empecé a recordar los miedos que tenía y él por qué había postergado ésta prueba, realmente llegué a pensar en esa milésima de segundo que quedaría ahí, pegado en ese viaje y que nunca dejaría de alucinar, que la sobriedad dejaría de ser una opción, y aunque nunca en mi vida estuve muy a gusto con el estado de sobriedad, la verdad es que siempre es lindo tener la opción de elegir entre la locura y la cordura. Sin embargo minutos después también vino a mi mente el relato del Doctor Hoffman titulado: "El día de la bicicleta" donde Hoffman, el descubridor del LSD, prueba la sustancia para constatar científicamente cuales eran sus efectos, y aunque tuvo momentos de persecución autoinducida, también es cierto que luego logró relajarse, y disfrutó su viaje de una manera esplendida alucinando cosas que describió como: "Imágenes fantásticas", y yo claro que quería ver lo que había visto el doctor. 

Luego de ingerir nos miramos todos y sin apurarnos esperamos la reacción, fumamos otro porro para intentar acelerar el tramite, pero la verdad me sentía bajo los efectos del cannabis solamente, no veía nada del otro mundo, no quería consultar a mis amigos sobre su estado actual porque no quería generar ansiedad, el estado de ánimo del consumidor es lo más importante a la hora de probar estas sustancias, se necesita un ambiente relajado, mantener cordialidad y alegría para prevenir cualquier tipo de mal viaje que pudiese generar un situación bochornosa o incontrolable. Probablemente pasaron unos cuarenta y cinco minutos cuando me levanté para recargar mi cerveza, y justo en el momento que extiendo mis extremidades inferiores, sentí una patada en mi cabeza; mi visión se amplió y mi manera de percibir los colores era distinta, la forma en la que sentía la arena era diferente, y ese trago de cerveza fue demasiado atípico.

No quise comentar nada para no anticipar la reacción de mis compañeros y para que se dieran cuenta de manera independiente, me quedé mirando a las personas con sus tablas de surf yendo y viniendo con la marea, noté que el cielo azul se había transformado en violeta y como las nubes tenían formas de dinosaurios, de hipopótamos y de caballos que corrían entre ellos, con colores intensos, caleidoscópicos, que iban y venían, los colores los sentía más allá de verlos, y los ruidos los veía más allá de oírlos, el sonar de las olas atlánticas generaba una imagen indescriptible dentro de mí, y era hermoso, claro que era hermoso. También sentí que mis pies se hundían en la arena y que no encontraban fondo, que se iban sin destino para encontrar una conexión mágica, mística, con este pedazo de escombros astrales sobre el cual vivimos y llamamos tierra.

Pensé en repetidas ocasiones en mis seres amados y la profundidad de los sentimientos que tenía, en mis abuelos a los cuales adoraba, en mis padres imperfectos pero siempre dispuestos a apoyarme, en mis hermanos preciosos que me cabronearon las cosas más insólitas, y en aquellas bocas pronunciadas que nunca fueron, ni serán mías. Reflexioné además sobre nuestra estructura de vida influenciada en el consumo, en los valores que percibimos como esenciales pero que no son más que basura mediática impuesta por macro organizaciones que nos cortan nuestras libertades, en lo importante que es vivir de manera plena y luchando por cambiar un poquito el sistema que nos aflige, en el sentido de la vida, en el por qué de las cosas y lo lamentable que resulta que un día la despiadada muerte nos señalé y nos indique nuestro turno para ir de manera eterna a los brazos de Morfeo. 

Entre tanta reflexión noté en las caras de mis amigos que el cartoncito había sido efectivo, sus ojos parecían agujeros negros sin fondo y además de su evidente dilatación en sus pupilas había algo que los delataba, no sé exactamente si era así, pero los miraba y sus rasgos eran distintos, algunos deformes y otros hermosos, mi mirada estaba distorsionada por el ácido y supongo que la de ellos también porque hicieron el amague de querer tocar mi rostro y los aparté con determinación, luego de confesarnos partimos a caminar confiados de que al volver nuestras cosas seguirían en sitio. 

No sé con exactitud lo que ellos veían, pero yo notaba el mar con tonalidades de verde, azul, amarillo muy claro e inclusive un rosa de vez en cuando, me resultaba demasiado atractivo que la arena se moviera de forma independiente y los vientos que rosaban mi cara lograran deformarla, a causa de lo liviana de la misma, las mujeres parecían felices y los hombres mucho más atentos, sentía la alegría de la indiferencia en el pecho, la indiferencia del mundo hacía mis pensamientos, la indiferencia del universo para conmigo, la supe apreciar como quien aprecia el café amargo del desayuno, me di cuenta que no somos más que partículas de mierda en la vastedad del universo, que realmente nada de lo que hagamos individualmente puede ser rescatable para nadie más que para nosotros mismos, que seremos olvidados en algún momento y que si nos recuerdan no dejará de ser con mentiras piadosas complacientes, aunque esta apreciación pudiese resultar triste la verdad es que mi actitud fue más bien de aprendizaje. 

Caminamos lo que creímos fue un largo trayecto sin hablar ni una sola palabra, cada uno estaba internalizando su viaje de una manera distinta, abriéndose hasta donde podían o querían y probablemente asumiendo que la vida no es solamente filosofar en silencio mientras caminas en las playas de Punta del Este, porque al llegar al campamento improvisado, nos dimos cuenta que nos habían robado hasta la carpa. 




Jesús Pérez Avendaño

Montevideo, 2020

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