Analgésicos

Las baldosas que recubren las paredes de los hospitales siempre me han cautivado, esos cuadrados lisos y pulcros casi siempre blancos o beiges me generan serenidad y tranquilidad, como si me hipnotizaran, como si pasara un clic en mi cabeza que transforma la preocupación en calma y me trasladara a mi zona de confort. Las agujas que rompen mi piel en lugar de generarme dolor me generan paz, y cuando empiezan a pasar esos cócteles es como si mi corazón se inflara; suero, protectores gástricos, antibióticos, todos estos fármacos entran a mi cuerpo por medio de mis venas y mi cara se sonríe, y más aún cuando empiezan a venirse el ketofen, el tramadol, la aspirina, el paracetamol y la divina morfina, ésta parte es mi favorita cuando soy internado, cuando luego de hacer una actuación fantástica en una sala de emergencia, termino siendo atiborrado con productos que me hacen olvidar, además mis problemas, la mísera realidad de la cual soy convicto.  

Lo curioso y lo que más disfruto de ser sedado es cuando por fin logro quedarme dormido, a mi cabeza entran imágenes sin sentido, mándalas de colores fluorescentes que se interponen entre ellas mismas, un cuadro bidimensional, con distintas gamas y formas que se van cruzando sin razón ni motivo aparente, luego es recurrente que éstas formas bidimensionales evolucionen de manera súbita en formas tridimensionales mucho más complejas, algunas incluso indescifrables; desde cilindros hasta pirámides que parecían hechas por Cruz-Diez, que en cierto momento se separaban y quedaban bastones colgantes como una obra de Jesús Soto, alucinante. Las secuencias que se generaban en mi mente por los estímulos de la medicación probablemente podían ser inducidas por otro tipo de sustancias, pero debo ser honesto y admitir que siempre he sido un cobarde sin remedio, nunca me atreví a probar ningún tipo de droga, ni siquiera el alcohol, soy un abstemio total, pero los analgésicos que me eran brindados en los sanatorios me daban seguridad porque eran manipulados por profesionales. 

Mi obsesión por los analgésicos vino después de que me hicieran una intervención menor, mi vesícula sufrió una colecistitis, que es como los doctores le llaman a la inflamación del órgano que se encarga de almacenar la bilis, que luego será usada para catalizar grasas en el proceso digestivo, recuerdo que sentí una presión horrible en mi costado derecho, más específicamente en el área donde se terminan las costillas, me llevaron a un quirófano de emergencia, mis nervios eran abismales, nunca me habían operado de absolutamente nada, pero aunque los doctores insistían en que era una operación de rutina y nada complicada, los nervios me invadían y me hacían transpirar gotas heladas, heladas como garúa de montaña que corre por la frente, sin embargo me aclararon que la operación era estrictamente necesaria,  entonces me llené de valor cual Quijote solitario y me enfrenté a mi destino. 

Antes de que me operaran me hicieron quitarme toda la ropa, supongo que para alejar la contaminación que estaba impregnada en ella, pero en ese momento solo pude pensar que me estaban humillando, me recostaron en una camilla y fue ahí cuando me di cuenta de lo perfectamente blanquecinas que son las baldosas de las paredes de los sanatorios, parecían nácares vírgenes, impolutos. Me pusieron bajo un par de luces igual de blancas que las cerámicas y una joven anestesióloga me dijo que me dormirían, que me quedara tranquilo, que me pondría una máscara que emanaba un gas y yo solo tendría que aspirarlo, aclaró que cuando empezara a sentir mareos, debía dar aviso; honestamente no me dio tiempo de avisar porque antes de siquiera darme cuenta Morfeo ya me estaba paseando por su reino de figuras alucinantes y coloridas que se transformaban sin control alguno. Cuando desperté tenía una molestia en la panza que se conjugaba con unos hilos negros que salían de la misma, al parecer todo había salido exitosamente, pero yo no volvería a ser el mismo.

El postoperatorio fue divino, me mantenían sedado a placer, cada que me preguntaban si tenía algún dolor asentía sin ningún tipo de vergüenza, por la vía en la cual me estaban suministrando solución salina, empezaba a venir una dosis de calmantes que transformaban mi mente en un placentero paraíso de relajación, donde no importa absolutamente más nada que estar ahí disfrutando la laxitud de tus músculos que se destensan y se acoplan a su forma ordinaria, hasta que de un momento a otro, dejas de luchar con el instinto de estar despierto y cedes al sueño, sin importar la luz, sin importar el ruido, sin importar que recién te sacaron una parte de tu cuerpo, sin importar que tienes una vida de mierda, sin importar que tu trabajo es mediocre, sin importar, sin que te importe nada. 

Pasaron los días y la recuperación fue excelsa, sin ningún tipo de complicaciones, pero ¿Cómo haría para recuperar esa sensación despreocupada? Cada noche en mi casa consumía doble dosis de los analgésicos que me recetó el doctor y con eso estaba bien, claramente no era lo mismo que cuando me lo suministraban las enfermeras, pero al menos hacía un efecto medianamente similar; empecé a ingeniar maneras para volver a internarme sin perder mi vida y sin quedar como un loco en el intento, accidentes domésticos era una opción para evaluar, pero quemarme con agua caliente sería realmente doloroso y una cosa no compensaría la otra, una caída por las escaleras de mi casa no me garantizaba más que unos minutos en la sala emergencia, y una caída en la ducha, por estadística, podría acabar con mi vida literalmente. Desistí por unos días en mi búsqueda de una situación medianamente trágica que me garantizara los analgésicos.

Un día salí al supermercado, me dirigía a hacer unas compras puntuales y cuando estaba por cruzar una de las intersecciones más transitadas de mi barrio vi como un auto se llevaba por delante un motorizado, el pobre hombre que manejaba la moto salió disparado y se estrelló con el pavimento dejando como decoración sus dientes destruidos y un charco de sangre imponente que se asemejaba parcialmente a cuando se rompe una botella de vino, el golpeado sujeto hizo grandes esmeros por levantarse pero algo había en su cuerpo que no le permitía estar en pie, al momento llegó una ambulancia y se lo llevaron. Tras ver esa aberrante escena, se me encendió un bombillo en mi cabeza, era justo lo que necesitaba, un accidente de tránsito, claro que no podía ser un impacto muy fuerte, pero algún veterano que viniera a una velocidad moderada, más el frenazo inerte del chófer, muy seguramente tendría un impacto leve que acompañaría de alguna actuación para garantizar mi traslado, es decir, dentro de mis márgenes de error estaban una pierna rota o un par de costillas, después de todo,  valdría la pena para volver a tener esa experiencia 

A la mañana siguiente, específicamente a las ocho de la mañana que es cuando las personas se dirigen a sus trabajos, me paré en la esquina de la misma intersección donde aquel pobre hombre dejó su dentadura, y esperé, esperé hasta que viniera el auto indicado, no podía ser una camioneta ni un auto muy viejo, la ansiedad me estaba carcomiendo, los autos venían y la mayoría a una velocidad que resultaría casi suicida, tuve un de momento de clarividencia porque pensé en desistir de mi propósito, quizás era demasiado estrellarme contra un coche solamente para ser internado, pero insistí en mi objetivo a pesar de mi cobardía porque había en mi organismo algo que me obligaba a seguir adelante, quería estar medicado, quería analgésicos, quería relajarme. Y de un momento a otro, apareció un corsa del año dos mil cuatro aproximadamente, claramente conducido por un señor mayor, que calculé iba a unos treinta kilómetros por hora por la demora que tuvo a la hora de acercarse. 

Mi plan estaba por ejecutarse y mi cuerpo me estaba traicionando, mis piernas me fallaban, algo hay en nuestro instinto de supervivencia que hace que nos frenemos a la hora de cometer alguna irresponsabilidad como la que iba hacer, tragué profundo, grueso, y mi saliva tenía un peculiar sabor amargo que me llamó mucho la atención, sin embargo recordé ese momento en el que me sentí como El Quijote, y cuando el auto estaba a menos de dos metros de distancia, me lancé. Recuerdo ese sórdido ruido de las llantas frenando en el asfalto, luego el ruido que generó el impacto del auto en mi humanidad y segundos después el ruido de mi cuerpo golpeando el suelo luego de haber volado quien sabe cuantos metros, también recuerdo la alegría que sentí tras haber logrado mi objetivo segundos antes de perder la conciencia. 

Cuando retomé mis cabales estaba en un cuarto compartido por varios pacientes más, cada uno en su camilla y nos separaban unas cortinas verdeazuladas, ahí estaban esas baldosas pálidas dándome paz, también tenía una vía en mis venas que agilizaba el trámite, gracias a la gravedad, del tránsito de los calmantes a mi cuerpo, estaba mareado pero sin dolor, justo lo que quería. Estaba sonriendo para mis adentros, lo había logrado, además me di cuenta que no tenía vendas, ni yesos, ni férulas y mis extremidades estaban funcionando de lo más bien, no tenía tampoco la faja característica que te ponen cuando una costilla está rota, así que básicamente todo había salido según lo planeado; mi satisfacción era inaudita. Los pacientes dentro de la habitación no emitían sonido alguno, y no vi ningún personal médico atendiendo a nadie, aunque era raro preferí disfrutar el momento siguiendo a mis compañeros que estaban postrados al igual que yo, con un silencio escandaloso. 

Pasaron algunas horas y llegó una enfermera, la misma que me había atendido cuando me operaron de la vesícula, me dio unas palabras de aliento y me dijo que en algunas horas ya tendría el alta médica, me consultó si quería algún otro calmante, mi respuesta fue un rotundo si y procedió a colgar de esa percha metálica otra bolsa con elixir divino que iba descendiendo más que para mis venas, para mi espíritu. Salí con prescripción médica caminando del hospital, pulcro, impecable, sedado, llegué a mi casa y esperé una semana para hacer lo mismo. 

La rutina fue igual, esperar un auto que fuese lento, tener fortuna para que mi cuerpo me respondiera, y salir a su encuentro cuando el chófer menos se lo esperara, despertarme en algún hospital luego de haber soñado con formas multicolores que se transformaban, admirar las cerámicas que recubren las paredes de los hospitales, notar el silencio en la sala, ser atendido por la misma enfermera, recibir más calmantes, esperar que me dieran el alta médica y volver a mi casa. Esto lo hice demasiadas veces, más de las que me debería sentir orgulloso. Hasta que un día, cuando iba a volver a mis andanzas de falso enfermo que busca ser chocado con premeditación y alevosía, en el momento exacto donde di el salto de fe y donde teóricamente sentiría el estruendo del auto golpeando contra mi cuerpo, en ese preciso momento, desperté en un hospital. 

Un doctor me iluminaba las pupilas con una linterna, mis extremidades no reaccionaban, a penas y pude emitir ruidos por mi boca, lo cual hizo que el doctor tuviera una cara de evidente alegría y me intentó explicar:

                      "Señor, usted fue arrollado hace tres meses por un conductor, luego del impactó cayó en un coma súbito, lo hemos mantenido estable y es casi un milagro que esté vivo, puede estar tranquilo que el chófer está ahora pagando condena"   

Luego empezó a pinchar mis piernas y brazos, sé que me pinchaba porque lo veía pero realmente no sentía nada, y el doctor tras cada pinchazo me preguntaba: ¿Siente esto? Y yo negaba con la cabeza cada vez, lagrimas empezaron a invadir mi cara y a mojar las sábanas sobre las cuales estaba, toda la situación me agobiaba mucho, no podía moverme, no podía hablar y mi conciencia se retorcía por el hecho de que aquel pobre hombre del auto estaba en una prisión totalmente injusta. No existe un analgésico que suavice la culpa, no existe remedio médico que me hiciera pensar que no era un completo imbécil y ahora no existía en mi vida motivación para nada.

Años después de estar en terapia recuperé parcialmente la movilidad de mis extremidades superiores, y gracias a eso logró escribir ésta historia y dejo además como aclaración, que no me perdono y espero que de una buena vez por todas, venga la parca vestida de negro para levantar este costal de mierda en el cual hábito. 



Jesús Pérez Avendaño
Montevideo, 2021

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Desapego

La esquina de Amador

La vejez